Nota personal: Me dirijo concretamente a lectoras españolas y lectores españoles, esta entrevista consta de dos partes del mismo diario, podría cambiar frases o palabras de la entrevista a un español más correcto, pero no lo voy a hacer, porque francamente esta mujer es increíble, cuenta como es realmente su vida y la de muchas otras, y no me parece correcto corregir absolutamente nada.Solo omitiré su nombre.
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Fuente: Página12 (Argentina)-.
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Por Emilio Ruchansky
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LA HISTORIA DE LA TRAVESTI QUE ES LIDER BARRIAL DE LA VILLA MAS POBRE DE ROSARIO
Cuenta una vida dura y una historia en la que siempre observó a los que estaban peor. Con el tiempo, decidió hacer algo en el barrio de miserias en el que vive. Hoy es una legítima líder comunitaria que dirige un comedor infantil, se sueña concejal y espera por fin el cambio de sexo.
Al barrio Las Flores no llegan los diarios ni los taxis. Las noticias más comentadas de la semana son la granada que tiró un pibe a metros de la subcomisaría y el caso de una niña ciega violada por su padre. El lugar fue creado por los militares para trasladar a la gente que desalojaron de un asentamiento en el puerto de Rosario, a principios del ’80. Hoy es una zona liberada donde mandan los Monos y los Garompas, dos clanes enfrentados a muerte desde hace una década. Carloncha creció en estas calles y se transformó en una líder comunitaria respetada en el barrio. Pese al panorama desolador, a esta travesti morocha, humilde y combativa hace varios días que nadie puede borrarle la sonrisa. Se acaba de enterar de que el municipio patrocinará ante la Justicia el cambio de nombre en sus documentos y la operación de reasignación sexual. “Quería esto desde los 20 años, ahora tengo 43. Bah, para los chicos 22”, bromea. “El costo es muy caro, no te voy a decir algo que no es: no lo puedo cotizar.”
Parada frente a su casa, con la mirada fija en el basural que aparece en el horizonte envuelto en un humo constante, Carloncha propone una vuelta por el barrio. Tiene pendiente una reunión en el comedor de Rosa para planear un piquete en caso de que el cheque de la municipalidad no llegue a tiempo. “Acá, si pedís las cosas por las buenas, no te las dan”, asegura en la calle, donde a cada rato se acercan los vecinos para pedirle chapas o chusmearle algo. “Nos dan mil pesos por mes y con eso les tenés que dar de comer a 100 personas”, dice Rosa. Carloncha le pide que muestre los agujeros que dejaron las balas en la pared de su casa. “Acá a los chicos les gusta más jugar con las armas que drogarse”, dice la señora, que aclara que tampoco son todos así. “¿Sabés dónde están los míos? Jugando a la bolita a la plaza, mirá qué criminales.”
Rosa cuenta que los asistentes sociales se espantan por los chicos desnutridos, pero ella no sabe qué hacer: tiene vergüenza de decirles a las madres lo que seguramente ya saben. Hay 17 centros comunitarios en el barrio, algunos dan la copa de leche, otros raciones una vez por semana y se turnan para que todos los días haya algo de comer. El de Carloncha se llama “Los chicos libres” y funciona hace ocho años. Varios parientes y amigos suyos están presos, algo que en Las Flores da cierta seguridad. “Saben que si me hacen algo, cuando ellos caigan yo mando una cartita diciendo: ‘tal y tal se hizo el pícaro’ y cobran. Igual yo me hago respetar, a mí nadie me va a venir a llevar por delante. No. Si yo me tengo que agarrar a piñas, me agarro.”
Es la vida mía
“Empecé a los 17. Me miraban, lo único que yo, gracias a Dios, no me interesa lo que digan los vecinos. Sólo me interesó lo que pensaba mi familia y mi familia me aceptó. Lo único que mi mamá me sentó y estuvimos tomando unos mates y me dijo ‘no te degenerés, o sos una cosa o sos otra’. Y es verdad, vos tenés que pensar bien qué es lo que querés ser.” Explica Carloncha, que siempre se sintió mujer y le gustaron los hombres. “No me van las mujeres... Por mí se puede cambiar una chica u otra travesti delante mío y me da igual. Te digo, porque yo conozco travestis que son de los dos palos”, comenta, sentada en su comedor lleno de antigüedades que consigue del carro de papá o les compra a otros cartoneros. Hay un mueble con parlantes y tocadisco, una flor de bronce, muñecos de yeso, veladores de pie hechos de algarrobo y un elefantito de metal con la trompa parada y una pata abollada. En la cocina, María, una amiga de la infancia, calienta el agua.
Carloncha invita mate dulce y ofrenda el libro de actas de su centro comunitario, donde pega las páginas de los diarios donde la nombran, fotos y hasta el carnet de radio, cuando conducía un programa en FM. En los últimos años ha probado suerte como cantante de cumbia “ni romántica ni villera, bailable; parezco una perra aullando pero compartí escenario con Los Palmeras”, presume. También cirujea y anima fiestas. María chimenta que la semana pasada sus vecinas juntaron cincuenta pesos (dos por cabeza), “le dijimos de cantar y de hacer strip-tease”. “Me quedé en tanga, están locas”, completa Carloncha, que dejó de “patinar” la calle hace dos décadas, cuando conoció al hombre con el que estuvo en pareja hasta hace pocos años.
Primero fue a la autopista y con las otras chicas juntaba zapatos viejos y leña para hacer las fogatas que guiaban a los clientes. Después fue al centro, donde la única forma de llevarse bien con los policías era entregarles uno o dos autos por semana. “Te agarran de los pelos, hacen toda una película, te meten al auto y todo, pero vos ya sabés que el tipo a vos ya te pagó y después los botones le sacan plata al tipo y parte te la dan a vos, te pegan un par de vueltas y después te sueltan”, resume. Ellas mismas tenían que explicar a los clientes que si no lo hacían, tenían que pasar 15 días en el calabozo. Su mamá se enteró de “que hacía la joda” porque una vez tuvo que sacarla de un instituto de menores. Tiempo después un fiolo la tuvo 8 días secuestrada, sacándola solo para ir a la parada, hasta que la hermana del captor la liberó.
“Trabajar de noche y andar de día no es bueno. Porque la noche te mata, yo hice esa vida y te mata, no tenés ganas de nada al otro día. Cuando me junté con Pino, él me dijo que quería estar conmigo pero que tenía que dejar la calle. El siempre reaccionó como hombre, yo conozco travestis que tienen marido y los maridos son más putos que ellas. El tipo que vivió conmigo era normal, nunca me dijo, ponele en la cama, ‘ahora me toca a mí’. Nunca”, destaca. “Los de la Capital son más modernos”, le dice su amiga de la secundaria. “A mí no me gusta”, le responde Carloncha, que terminó con Pino porque el trabajo comunitario y las reuniones políticas la absorbían. “Igual somos muy amigos, anoche estuvo cenando acá. Vos sabés que la hija de él viene acá y come conmigo. Es una piba grande, tiene 20 años. Y cuando se quiere ir a los bailes viene a manguearme a mí. El otro día me pidió 10 y estaba Pino sentado ahí, pero a él no le pide, sabe que no le va a dar. Y yo le dije: ‘Dale diez pesos que quiere ir al baile’, y dice ‘pero a qué hora va a venir’, ‘¡Que te importa! si va con la otra piba’, le grité. Y no se metió más.”
Cuerpos obedientes
–Estoy con esa ansiedad, no veo la hora de que me digan “vení, que ya te tenés que ir”.
–¿Qué va a cambiar la operación?
–Va a cambiar todo. La otra vez cuando estaba hablando con la psicóloga me preguntó que cómo hago yo cuando voy al baño. “Lo normal, yo me siento.” “Entonces vos tenés seguridad de lo que vas a hacer”, me dijo.
–Tal vez te den ganas de volver con un hombre.
–Capaz que sí. Es lindo sentirse bien una misma. Vos te estás bañando y como que...
–No querés verlo.
–No, en verdad que no. Pero, bueno, ya es así. Se han quedado mis sobrinas a dormir conmigo y yo nunca me pude poner en bolas, me ponía un camisón pasando las rodillas, hasta los tobillos. Tengo que tener respeto porque ellas son chicas, y uno tiene que estar consciente de que uno tiene algo de hombre. Yo sé que por más que esté operada, siempre va a venir alguno que te diga, “¡qué hacés, Carlitos!”.
–No en tu barrio, al menos.
–Tampoco en el centro. Yo no tuve muchos inconvenientes, el inconveniente es cuando doy el documento porque me miran como sapo de otro pozo. Yo igual me llevo por lo mío, por lo que tengo y por lo que siento. No me voy a llevar nunca por un documento o porque nací en cuerpo equivocado, yo me llevo por lo que soy yo y nada más. No me interesa lo que diga el de afuera. Lo que pasa es que las travestis para ir al centro se ponen en bolas. No. Vestite acorde adonde tenés que ir. No te podés ir con una micromini. Yo en eso soy muy rescatada, tengo trajecito, me voy bien vestidita. No me gusta exhibirme y por eso nunca tuve problemas. Yo cuando patinaba me iba de pantalón y de remera y me cambiaba allá, y antes de venirme me volvía a poner el pantalón y la remera. ¿Con qué trabajaba? Con una torerita y una pollerita y nada más. Exhibirse es lo que te quema.
Metas
“Yo volvía de hacer la calle y veía a toda esa gente sentada, mangueando y me removía la conciencia”, recuerda Carloncha, que llegó adonde está “luchando, discutiendo, peleando, yendo, moviendo gente que te lleva el apunte porque saben que, si conseguís algo, lo vas a repartir”. Entre las metas de esta líder comunitaria, además de la operación, está la idea de “meterse a concejal”. María la mira orgullosa y recuerda que a toda esa gente que en el barrio la miraba como sapo de otro pozo “ella les tapó la boca con un plato de comida”.
Ciruja sin cirujano
–¿Qué necesita, señora?
–Mire, vengo por un turno.
–¿A nombre de quién está?
–A nombre de M.D.R. (Trans_Bitacora, se reserva el total derecho a no mostrar nombres masculinos de mujeres transexuales)
–Acá está. ¿Es para atenderse con el doctor Traverso?
–Sí.
–Páseme los documentos. Perfecto. Bueno, dígale que venga.
–Soy yo.
–¿Cómo? Espere que consulto. Lo siento mucho, el doctor Traverso no atiende travestis.
El diálogo, según Carloncha, sucedió el 7 de julio pasado, en la recepción de un instituto de cirugía estética de Rosario, después de pedir un turno. Desde hace algunos años, las siliconas que se hizo inyectar en sus senos y glúteos la tienen a maltraer. “En los hospitales no me dan bola, por eso llamé ahí. Me tuve que comer la bronca y hacerme atender por otro doctor. Le conté lo que había pasado pero no me quiso decir nada”, repasa. Cuando volvió a su casa llamó a un abogado amigo que la contactó con una especialista en casos de discriminación, Marisa Malvestiti.
“Si una secretaria habla, habla por orden médica”, concluye Carloncha, que para no hacer papelones no la increpó. Junto a su abogada hizo la denuncia en la Fiscalía 2, que recomendó la apertura de una causa y se la envió al juzgado correccional Nº7, a cargo de Juan Carlos Curto. “Ya van tres veces que los citan a los médicos y no van. Ninguno de los dos, ni el que me atendió ni el otro”, dice en tono demandante. La semana pasada se hizo una mamografía, tiene un derrame interno y un quiste. Le avisaron que tienen que sacarle toda la silicona líquida y hacerse un implante. No sabe el coste, pero ya está llamando a algunos funcionarios para ver la forma de conseguir el dinero.
Carloncha ya había tenido problemas cuando trató de hacerse un tratamiento con hormonas que derivó en una hepatitis. Se inyectó las siliconas a los 19 porque no podía pagar un implante. “Igual tengo mucha suerte, conocí muchas travestis que murieron de sida, siendo muy jovencitas”, contesta al enterarse de que el promedio de vida de las chicas trans es de 35 años. “Cuando estaba en la calle, yo seguía la caravana, como todas. Y vi caer a muchas por la falopa también, que te tira abajo como calzón de puta. Antes, todo lo que hacía era para pagar la merca, el faso y las pastillas. Y no tenía dónde caerme muerta. Un día me di cuenta de eso y largué todo. Por algo todavía estoy sentada contando todo esto.”
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Fuente: Página12 (Argentina)-.
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Por Emilio Ruchansky
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LA HISTORIA DE LA TRAVESTI QUE ES LIDER BARRIAL DE LA VILLA MAS POBRE DE ROSARIO
Cuenta una vida dura y una historia en la que siempre observó a los que estaban peor. Con el tiempo, decidió hacer algo en el barrio de miserias en el que vive. Hoy es una legítima líder comunitaria que dirige un comedor infantil, se sueña concejal y espera por fin el cambio de sexo.
Al barrio Las Flores no llegan los diarios ni los taxis. Las noticias más comentadas de la semana son la granada que tiró un pibe a metros de la subcomisaría y el caso de una niña ciega violada por su padre. El lugar fue creado por los militares para trasladar a la gente que desalojaron de un asentamiento en el puerto de Rosario, a principios del ’80. Hoy es una zona liberada donde mandan los Monos y los Garompas, dos clanes enfrentados a muerte desde hace una década. Carloncha creció en estas calles y se transformó en una líder comunitaria respetada en el barrio. Pese al panorama desolador, a esta travesti morocha, humilde y combativa hace varios días que nadie puede borrarle la sonrisa. Se acaba de enterar de que el municipio patrocinará ante la Justicia el cambio de nombre en sus documentos y la operación de reasignación sexual. “Quería esto desde los 20 años, ahora tengo 43. Bah, para los chicos 22”, bromea. “El costo es muy caro, no te voy a decir algo que no es: no lo puedo cotizar.”
Parada frente a su casa, con la mirada fija en el basural que aparece en el horizonte envuelto en un humo constante, Carloncha propone una vuelta por el barrio. Tiene pendiente una reunión en el comedor de Rosa para planear un piquete en caso de que el cheque de la municipalidad no llegue a tiempo. “Acá, si pedís las cosas por las buenas, no te las dan”, asegura en la calle, donde a cada rato se acercan los vecinos para pedirle chapas o chusmearle algo. “Nos dan mil pesos por mes y con eso les tenés que dar de comer a 100 personas”, dice Rosa. Carloncha le pide que muestre los agujeros que dejaron las balas en la pared de su casa. “Acá a los chicos les gusta más jugar con las armas que drogarse”, dice la señora, que aclara que tampoco son todos así. “¿Sabés dónde están los míos? Jugando a la bolita a la plaza, mirá qué criminales.”
Rosa cuenta que los asistentes sociales se espantan por los chicos desnutridos, pero ella no sabe qué hacer: tiene vergüenza de decirles a las madres lo que seguramente ya saben. Hay 17 centros comunitarios en el barrio, algunos dan la copa de leche, otros raciones una vez por semana y se turnan para que todos los días haya algo de comer. El de Carloncha se llama “Los chicos libres” y funciona hace ocho años. Varios parientes y amigos suyos están presos, algo que en Las Flores da cierta seguridad. “Saben que si me hacen algo, cuando ellos caigan yo mando una cartita diciendo: ‘tal y tal se hizo el pícaro’ y cobran. Igual yo me hago respetar, a mí nadie me va a venir a llevar por delante. No. Si yo me tengo que agarrar a piñas, me agarro.”
Es la vida mía
“Empecé a los 17. Me miraban, lo único que yo, gracias a Dios, no me interesa lo que digan los vecinos. Sólo me interesó lo que pensaba mi familia y mi familia me aceptó. Lo único que mi mamá me sentó y estuvimos tomando unos mates y me dijo ‘no te degenerés, o sos una cosa o sos otra’. Y es verdad, vos tenés que pensar bien qué es lo que querés ser.” Explica Carloncha, que siempre se sintió mujer y le gustaron los hombres. “No me van las mujeres... Por mí se puede cambiar una chica u otra travesti delante mío y me da igual. Te digo, porque yo conozco travestis que son de los dos palos”, comenta, sentada en su comedor lleno de antigüedades que consigue del carro de papá o les compra a otros cartoneros. Hay un mueble con parlantes y tocadisco, una flor de bronce, muñecos de yeso, veladores de pie hechos de algarrobo y un elefantito de metal con la trompa parada y una pata abollada. En la cocina, María, una amiga de la infancia, calienta el agua.
Carloncha invita mate dulce y ofrenda el libro de actas de su centro comunitario, donde pega las páginas de los diarios donde la nombran, fotos y hasta el carnet de radio, cuando conducía un programa en FM. En los últimos años ha probado suerte como cantante de cumbia “ni romántica ni villera, bailable; parezco una perra aullando pero compartí escenario con Los Palmeras”, presume. También cirujea y anima fiestas. María chimenta que la semana pasada sus vecinas juntaron cincuenta pesos (dos por cabeza), “le dijimos de cantar y de hacer strip-tease”. “Me quedé en tanga, están locas”, completa Carloncha, que dejó de “patinar” la calle hace dos décadas, cuando conoció al hombre con el que estuvo en pareja hasta hace pocos años.
Primero fue a la autopista y con las otras chicas juntaba zapatos viejos y leña para hacer las fogatas que guiaban a los clientes. Después fue al centro, donde la única forma de llevarse bien con los policías era entregarles uno o dos autos por semana. “Te agarran de los pelos, hacen toda una película, te meten al auto y todo, pero vos ya sabés que el tipo a vos ya te pagó y después los botones le sacan plata al tipo y parte te la dan a vos, te pegan un par de vueltas y después te sueltan”, resume. Ellas mismas tenían que explicar a los clientes que si no lo hacían, tenían que pasar 15 días en el calabozo. Su mamá se enteró de “que hacía la joda” porque una vez tuvo que sacarla de un instituto de menores. Tiempo después un fiolo la tuvo 8 días secuestrada, sacándola solo para ir a la parada, hasta que la hermana del captor la liberó.
“Trabajar de noche y andar de día no es bueno. Porque la noche te mata, yo hice esa vida y te mata, no tenés ganas de nada al otro día. Cuando me junté con Pino, él me dijo que quería estar conmigo pero que tenía que dejar la calle. El siempre reaccionó como hombre, yo conozco travestis que tienen marido y los maridos son más putos que ellas. El tipo que vivió conmigo era normal, nunca me dijo, ponele en la cama, ‘ahora me toca a mí’. Nunca”, destaca. “Los de la Capital son más modernos”, le dice su amiga de la secundaria. “A mí no me gusta”, le responde Carloncha, que terminó con Pino porque el trabajo comunitario y las reuniones políticas la absorbían. “Igual somos muy amigos, anoche estuvo cenando acá. Vos sabés que la hija de él viene acá y come conmigo. Es una piba grande, tiene 20 años. Y cuando se quiere ir a los bailes viene a manguearme a mí. El otro día me pidió 10 y estaba Pino sentado ahí, pero a él no le pide, sabe que no le va a dar. Y yo le dije: ‘Dale diez pesos que quiere ir al baile’, y dice ‘pero a qué hora va a venir’, ‘¡Que te importa! si va con la otra piba’, le grité. Y no se metió más.”
Cuerpos obedientes
–Estoy con esa ansiedad, no veo la hora de que me digan “vení, que ya te tenés que ir”.
–¿Qué va a cambiar la operación?
–Va a cambiar todo. La otra vez cuando estaba hablando con la psicóloga me preguntó que cómo hago yo cuando voy al baño. “Lo normal, yo me siento.” “Entonces vos tenés seguridad de lo que vas a hacer”, me dijo.
–Tal vez te den ganas de volver con un hombre.
–Capaz que sí. Es lindo sentirse bien una misma. Vos te estás bañando y como que...
–No querés verlo.
–No, en verdad que no. Pero, bueno, ya es así. Se han quedado mis sobrinas a dormir conmigo y yo nunca me pude poner en bolas, me ponía un camisón pasando las rodillas, hasta los tobillos. Tengo que tener respeto porque ellas son chicas, y uno tiene que estar consciente de que uno tiene algo de hombre. Yo sé que por más que esté operada, siempre va a venir alguno que te diga, “¡qué hacés, Carlitos!”.
–No en tu barrio, al menos.
–Tampoco en el centro. Yo no tuve muchos inconvenientes, el inconveniente es cuando doy el documento porque me miran como sapo de otro pozo. Yo igual me llevo por lo mío, por lo que tengo y por lo que siento. No me voy a llevar nunca por un documento o porque nací en cuerpo equivocado, yo me llevo por lo que soy yo y nada más. No me interesa lo que diga el de afuera. Lo que pasa es que las travestis para ir al centro se ponen en bolas. No. Vestite acorde adonde tenés que ir. No te podés ir con una micromini. Yo en eso soy muy rescatada, tengo trajecito, me voy bien vestidita. No me gusta exhibirme y por eso nunca tuve problemas. Yo cuando patinaba me iba de pantalón y de remera y me cambiaba allá, y antes de venirme me volvía a poner el pantalón y la remera. ¿Con qué trabajaba? Con una torerita y una pollerita y nada más. Exhibirse es lo que te quema.
Metas
“Yo volvía de hacer la calle y veía a toda esa gente sentada, mangueando y me removía la conciencia”, recuerda Carloncha, que llegó adonde está “luchando, discutiendo, peleando, yendo, moviendo gente que te lleva el apunte porque saben que, si conseguís algo, lo vas a repartir”. Entre las metas de esta líder comunitaria, además de la operación, está la idea de “meterse a concejal”. María la mira orgullosa y recuerda que a toda esa gente que en el barrio la miraba como sapo de otro pozo “ella les tapó la boca con un plato de comida”.
Ciruja sin cirujano
–¿Qué necesita, señora?
–Mire, vengo por un turno.
–¿A nombre de quién está?
–A nombre de M.D.R. (Trans_Bitacora, se reserva el total derecho a no mostrar nombres masculinos de mujeres transexuales)
–Acá está. ¿Es para atenderse con el doctor Traverso?
–Sí.
–Páseme los documentos. Perfecto. Bueno, dígale que venga.
–Soy yo.
–¿Cómo? Espere que consulto. Lo siento mucho, el doctor Traverso no atiende travestis.
El diálogo, según Carloncha, sucedió el 7 de julio pasado, en la recepción de un instituto de cirugía estética de Rosario, después de pedir un turno. Desde hace algunos años, las siliconas que se hizo inyectar en sus senos y glúteos la tienen a maltraer. “En los hospitales no me dan bola, por eso llamé ahí. Me tuve que comer la bronca y hacerme atender por otro doctor. Le conté lo que había pasado pero no me quiso decir nada”, repasa. Cuando volvió a su casa llamó a un abogado amigo que la contactó con una especialista en casos de discriminación, Marisa Malvestiti.
“Si una secretaria habla, habla por orden médica”, concluye Carloncha, que para no hacer papelones no la increpó. Junto a su abogada hizo la denuncia en la Fiscalía 2, que recomendó la apertura de una causa y se la envió al juzgado correccional Nº7, a cargo de Juan Carlos Curto. “Ya van tres veces que los citan a los médicos y no van. Ninguno de los dos, ni el que me atendió ni el otro”, dice en tono demandante. La semana pasada se hizo una mamografía, tiene un derrame interno y un quiste. Le avisaron que tienen que sacarle toda la silicona líquida y hacerse un implante. No sabe el coste, pero ya está llamando a algunos funcionarios para ver la forma de conseguir el dinero.
Carloncha ya había tenido problemas cuando trató de hacerse un tratamiento con hormonas que derivó en una hepatitis. Se inyectó las siliconas a los 19 porque no podía pagar un implante. “Igual tengo mucha suerte, conocí muchas travestis que murieron de sida, siendo muy jovencitas”, contesta al enterarse de que el promedio de vida de las chicas trans es de 35 años. “Cuando estaba en la calle, yo seguía la caravana, como todas. Y vi caer a muchas por la falopa también, que te tira abajo como calzón de puta. Antes, todo lo que hacía era para pagar la merca, el faso y las pastillas. Y no tenía dónde caerme muerta. Un día me di cuenta de eso y largué todo. Por algo todavía estoy sentada contando todo esto.”
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