23 julio 2009

COLOMBIA: Las chicas del barrio Santafé


Fuente: Terra - (Bogotá, Colombia)-.
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Mónica llegó hoy a su lugar de trabajo con un vestidito negro de lycra y unas zapatillas plateadas escondidas en su bolso. Está a punto de cumplir 21 años. Es rubia teñida, de cuerpo voluptuoso, ojos color miel y no más de 1,60 de estatura.

La joven, de bluyín, tenis de marca y chaqueta azul impermeable, se abre paso entre los hombres y mujeres que charlan en el pasillo del establecimiento. Saluda de prisa a una trigueña de botas y minifalda de cuero y luego se pierde detrás del bar.

Mientras tanto, un portero sin uniforme sigue requisando a los hombres que ingresan a la casona. Son las cuatro de la tarde. Dentro de unas tres horas se encenderán las luces de neón en casi todas las fachadas de esta cuadra del barrio Santafé, en centro de Bogotá.

Mónica reaparece unos diez minutos después forrada con la cortísima lycra negra. Lleva el cabello suelto y una cartera diminuta en la mano. Mientras cruza una salita, la joven mira con desparpajo a los hombres que toman cerveza recostados contra la pared.

Mónica está lista para comenzar su trabajo en la llamada Zona de Tolerancia de Bogotá, el único sector de América Latina reglamentado por la administración de la ciudad para que hombres y mujeres, mayores de edad, puedan ejercer la prostitución bajo el control de las autoridades, y para que inversionistas privados tengan la posibilidad de establecer multimillonarios negocios de este tipo, pero ceñidos a las normas del Distrito Capital.

"En ese sector hay negocios que cuestan entre uno y cuatro millones de dólares", dice Luis Ernesto Rincón, el alcalde menor Los Mártires, en cuya jurisdicción funciona la Zona de Tolerancia.

El lugar está ubicado en el barrio Santafé, un sector de edificios de tres a cinco pisos construidos por inmigrantes judíos a principios del siglo pasado, y venido a menos unos 50 años después. Es una zona cercana al sector histórico de la ciudad.

Aunque la Zona de Tolerancia comprende 21 manzanas, los negocios más reconocidos se han aglomerado en unas diez calles. Por estas transitan, sobre todo en las noches de fin de semana, cientos de hombres a pie y docenas de automóviles de modelos recientes y camionetas cuatro por cuatro, de vidrios oscuros, que buscan un lugar en los parqueaderos de La Piscina o El Castillo, los prostíbulos más reconocidos de la zona.

El primero de ellos era un antiguo hotel con piscina interior para sus huéspedes. Allí, más de cincuenta mujeres de trajes diminutos revolotean alrededor de la alberca, entre las mesas repletas de botellas de cerveza, whisky o aguardiente.

La Piscina y El Castillo son frecuentados por oficinistas, ejecutivos, empresarios y extranjeros que llegan a la ciudad en plan de negocios.

Mónica trabaja en Atunes, uno de los 130 locales dedicados directamente a la prostitución. En estos sitios, según los cálculos de la Alcaldía Menor de Los Mártires, trabajan unas 3.000 mujeres y unos 500 travestis que venden su cuerpo; un número suficiente para armar una caravana de 70 autobuses o un tren de casi 90 vagones.

Aunque los negocios de prostitución llevan más de 40 años en el barrio Santafé, el sector fue declarado oficialmente Zona de Tolerancia en el 2002. La norma la firmó el entones alcalde Antanas Mockus, un filósofo y matemático reconocido por utilizar elementos simbólicos para generar procesos de identidad entre los bogotanos, de respeto a las normas y de tolerancia ante la diversidad étnica, cultural, política y religiosa, entre otras.

Mónica dice no conocer mucho de la historia del sector donde trabaja. Pero sabe otras cosas. Por ejemplo, que la mayoría de las mujeres provienen de otras regiones del país, que estas andan de ciudad en ciudad ejerciendo su oficio y que no salen nunca de la Zona de Tolerancia. Ni siquiera a cine o de compras.

Ese es el caso de Paola, que llegó de Medellín hace una semana y piensa quedarse dos o tres meses. Es alta y rubia. Dice que aspira a reunir unos diez millones de pesos (unos 5.000 dólares) para regresar adonde su familia. Cuando se le acabe el dinero volverá a la Zona de Tolerancia de Bogotá.

"Lo bueno de una ciudad tan grande (casi ocho millones de personas) es que nadie te conoce y podés trabajar tranquila. En cambio en Medellín que tal que vea algún familiar o algún vecino; mi mamá no sabe que yo me vengo a hacer esto. Ella sospecha pero yo le digo que vengo a trabajar con un amiga", dice Paola que, por supuesto, no se llama Paola y, como todas las prostitutas de este sector, tampoco tiene apellido.

Paola no conoce la ciudad más allá de la Zona de Tolerancia. Tampoco tiene necesidad de salir del sector. En los alrededores de los prostíbulos se han abierto en los últimos cinco años unos 220 negocios de comida, cabinas telefónicas, ropa, zapatos, giros, bisutería, misceláneas, farmacias, lavanderías de ropa y salones de masajes y de belleza.

"Ellas gastan bastante plata (dinero) en su presentación personal. Por ahí unos 90 mil pesos (45 dólares) semanales. Vienen por manicure, pedicure, uñas, tintes... antes todas querían ser monas (rubias), ahora está de moda el pelo negro", dice la administradora de una salón de belleza.

A las nueve de la noche de este viernes, las principales calle de la Zona de Tolerancia se ven repleta de mujeres en minifalda y blusas escotadas o transparentes y de empleados con uniforme que tratar de ganar clientes para sus negocios. Dos policías pasan en moto. Unos minutos antes circuló una patrulla con las luces giratorias encendidas.

De noche, algunas de estas cuadras son las más vigiladas de la ciudad. Pero en otras, oscuras e inquietantes, se advierten las siluetas de mujeres o de travestis parados junto a las fachadas de edificios deteriorados o de pensiones de mala muerte.

Las prostitutas dicen que conseguir alucinógenos en esta zona de la ciudad es casi tan fácil como conseguir dos tangas brasileras por cinco mil pesos (2,5 dólares) o uniformes de enfermera, diablita o colegiala, para shows privados, por 70 mil pesos (35 dólares).

A medida que avanza la noche, aumenta el hormigueo de mujeres por las calles y en las puertas de los hoteles de paso. Esto ocurre a pesar de que los dueños de los negocios tienen pactos con la alcaldía de la ciudad para no permitir el exhibicionismo y no acosar a los clientes.

Sin embargo, los empleados de los prostíbulos están listos en la mitad de la calle para abordar a cada hombre que pisa este territorio. "Les tengo las mejores chicas... show lesbian, sexo en vivo, rifamos una noche de amor", les dice un hombre alto y obeso a dos potenciales clientes que caminan por la calle 18.

Por razones como estas, la administración de la ciudad estudia un proyecto para reducir en nueve manzanas la Zona de Tolerancia y ajustarla a un plan de renovación urbana. Como parte de esta iniciativa, dentro de unos dos años no se permitirán establecimientos de menos de mil metros cuadrados (los locales pequeños registran más riñas y escándalos) y se rodeará la zona de un cinturón de locales dedicados a negocios que no tengan nada que ver con sexo. Es decir, que la Zona de Tolerancia exista, pero no se vea.

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